Invitados a abrir la boca*
Pierre Bourdieu conversa con Günter Grass
Pierre Bourdieu conversa con Günter Grass
Pierre Bourdieu: —Usted mencionó alguna vez la "tradición europea o alemana de abrir la boca", lo cual también es una tradición francesa. Cuando planeábamos este diálogo público, evidentemente yo no sabía que usted iba a ganar el Nobel. Me alegra mucho que el premio no lo haya cambiado, que esté tan dispuesto como antes a "abrir la boca". Me gustaría que los dos la abriéramos hoy aquí.
Günter Grass: —En Alemania es más frecuente que los filósofos se reúnan en un rincón de la sala, los sociólogos en otro y los escritores, muchas veces distantes entre sí y en la trastienda. Una comunicación como ésta, entre usted y yo, es la excepción. Cuando pienso en su libro, La miseria del mundo (libro de crónicas testimoniales coordinado y prologado por Bourdieu), o en mi último libro, Mi siglo, hay algo que nos reúne en el trabajo: contamos la historia desde abajo, no miramos a la sociedad desde las alturas, con el punto de vista de los vencedores. Por nuestra profesión, se diría, estamos visiblemente del lado de los perdedores, de los excluidos de la sociedad. En La miseria del mundo, usted logró dejar de lado su individualidad para concentrarse en la comprensión, sin dar a entender que sabía más que el resto: un análisis de las condiciones sociales y de la sociedad francesa perfectamente aplicable a otros países. Como escritor, esas crónicas me tientan a utilizarlas como materia prima y me gustaría que existiera un libro así sobre las condiciones sociales de cada país. Lo único que me sorprendió, tal vez, forme parte del campo de la sociología: en este tipo de libros no hay humor. Falta lo cómico del fracaso, lo absurdo se desprende de ciertas confrontaciones.
P.B.: —Usted contó, magníficamente, algunas de estas experiencias que nosotros mencionamos. Pero la persona que recibe estas experiencias directamente de la persona que las vivió se siente un tanto abrumado, agobiado, y la idea de tomar distancia es prácticamente impensable. Por ejemplo, nos sugirieron que excluyéramos del libro una cantidad de relatos porque eran demasiado punzantes, demasiado patéticos, demasiado dolorosos.
G.G: —Cuando mencioné lo "cómico", me refería a que la tragedia y la comedia no se excluyen mutuamente, las fronteras entre ambas fluctúan.
P.B.: —Es absolutamente cierto. En realidad, nuestra intención era poner frente a los ojos de los lectores este carácter absurdo en bruto, sin ningún efecto. Una de las consignas que nos dimos fue la necesidad de evitar hacer literatura. Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, pero existe la tentación, cuando uno está frente a dramas como estos, de escribir bien. La consigna era intentar ser todo lo brutalmente afirmativo que fuera posible, para restituir a estas historias su violencia superlativa, casi insoportable. Por dos motivos: por cuestiones científicas y también literarias. Pero también por cuestiones políticas. Pensábamos que la violencia que actualmente ejerce la política neoliberal implementada en Europa y América latina, y en muchos países, es tan grande que no se puede mensurar a través de análisis puramente conceptuales. La crítica no está a la altura de los efectos que produce esta política.
G.G.: —Usted y yo, los sociólogos y escritores somos hijos de las Luces europeas, de una tradición actualmente cuestionada en todas partes —por lo menos, en Francia y Alemania—, como si el movimiento europeo de la Ilustración hubiera fracasado. El humor es uno de ellos. Cándido, de Voltaire, o Jacques el fatalista, de Diderot, por ejemplo, son libros en los que las condiciones sociales descriptas son igualmente espantosas. Esto no impide que, aún en el dolor y en el fracaso, se imponga la capacidad humana de ser cómico y, en este sentido, victorioso.
P.B.: —Sí, pero este sentimiento que tenemos de haber perdido la tradición de las Luces está vinculado al trastocamiento de la visión del mundo impuesta por el neoliberalismo, hoy dominante. Pienso que la revolución neoliberal es una revolución conservadora —en el sentido que se le daba a una revolución conservadora en la Alemania de los años 30— y una revolución conservadora es algo muy extraño: es una revolución que restaura el pasado y que se presenta como progresista, que transforma la regresión en progreso. Aunque quienes combaten esta regresión tienen el aspecto de ser regresivos. Quienes combaten el terror tienen el aire de ser terroristas. Es algo que usted y yo tenemos en común: rápidamente nos tratan de arcaicos, de atrasados, de dinosaurios. Esa es la gran fuerza de las revoluciones conservadoras, de las restauraciones "progresistas". Incluso lo que usted dice, en mi opinión, tiene que ver con esta idea. Nos dicen: no son graciosos. Pero, convengamos, es una época en la que no hay de qué reírse.
G.G.: —Mi intención no era decir que vivíamos en una época graciosa. La risa infernal, desencadenada por los medios literarios, también es una protesta contra nuestras condiciones sociales. Lo que hoy se vende como neoliberalismo es un retorno a los métodos del liberalismo de Manchester del siglo XIX. En los años 70, en todas partes en Europa, se hizo una tentativa relativamente exitosa de civilizar al capitalismo. Si parto del principio de que el socialismo y el capitalismo son hijos fracasados de las Luces, tenían una cierta función de control recíproco. Incluso el capitalismo estaba sometido a ciertas responsabilidades. En Alemania llamábamos a eso la economía social del mercado y había un consenso, incluso con el partido conservador, de que nunca deberían repetirse las condiciones existentes en la República de Weimar. Este consenso se rompió a comienzos de los años 80. Hasta los pocos capitalistas responsables que quedan hoy llaman a la prudencia, porque se dan cuenta de que sus instrumentos pierden el rumbo, que el sistema neoliberal repite los errores del comunismo creando dogmas, una especie de reivindicación de infalibilidad.
P.B.: —Sí, pero la fuerza de este neoliberalismo es que lo aplican, al menos en Europa, personas que se dicen socialistas. Al mismo tiempo, el intento de adoptar una postura crítica hacia la izquierda de los gobiernos socialdemócratas se volvió extremadamente difícil. En Francia, existió el movimiento de las grandes huelgas de 1995, que movilizaron a la comunidad de los trabajadores, de los empleados y también a los intelectuales. Después hubo toda una serie de movimientos: el movimiento de los desempleados, de los ilegales, etcétera. Hubo una suerte de agitación permanente que obligó a los socialdemócratas en el poder a fingir un discurso socialista. Pero en la práctica, este movimiento crítico sigue siendo muy débil. En mi opinión, uno de los puntos centrales para el plan político es saber cómo imponer, a escala internacional, una posición a la izquierda de los gobiernos socialdemócratas capaz de influir verdaderamente. Me planteo el siguiente interrogante: qué podemos hacer nosotros, los intelectuales, para contribuir a ello. Creo que tenemos una responsabilidad enorme en la constitución de un movimiento de este tipo, porque la fuerza de los dominantes no es sólo económica. También es intelectual. Y es por eso que, en mi opinión, hay que "abrir la boca", para restaurar la utopía. Porque una de las fuerzas de estos gobiernos neoliberales es matar la utopía.
G.G.: —Los partidos socialistas y socialdemócratas creyeron en esta tesis, suponiendo que el colapso del comunismo también iba a eliminar al socialismo y perdieron confianza en el movimiento europeo de los trabajadores que existía desde mucho antes que el comunismo. Nos lamentamos de que la construcción de Europa se realice sólo en el terreno económico, pero hace falta un esfuerzo de los sindicatos para encontrar una forma de acción que trascienda lo nacional. Hay que crear un contrapeso para el neoliberalismo mundial. Pero poco a poco, muchos intelectuales avalan todo y, sin embargo, no se consigue nada, salvo úlceras. Hay que decir las cosas. Es por eso que dudo de que se pueda contar exclusivamente con los intelectuales. Mientras que en Francia, me da la impresión, se habla sin duda "de los intelectuales", mis experiencias alemanas me demuestran que es un malentendido creer que ser intelectual equivale a ser de izquierda. Se pueden encontrar pruebas de lo contrario a lo largo de toda la historia del siglo XX.
P.B.: Para poder combatir el discurso dominante es necesario difundir, hacer público, el discurso crítico. Nos vemos invadidos por el discurso dominante. Los periodistas, en su gran mayoría, suelen ser cómplices, inconscientemente, de este discurso y resulta muy difícil intentar romper esta unanimidad. Ante todo porque, en el caso de Francia, más allá de las personalidades consagradas, muy reconocidas, es difícil acceder al espacio público. Cuando al principio decía que esperaba que usted "abriera la boca" es porque pienso que la gente consagrada es la única que, en un sentido, puede romper el círculo.
Günter Grass: —En Alemania es más frecuente que los filósofos se reúnan en un rincón de la sala, los sociólogos en otro y los escritores, muchas veces distantes entre sí y en la trastienda. Una comunicación como ésta, entre usted y yo, es la excepción. Cuando pienso en su libro, La miseria del mundo (libro de crónicas testimoniales coordinado y prologado por Bourdieu), o en mi último libro, Mi siglo, hay algo que nos reúne en el trabajo: contamos la historia desde abajo, no miramos a la sociedad desde las alturas, con el punto de vista de los vencedores. Por nuestra profesión, se diría, estamos visiblemente del lado de los perdedores, de los excluidos de la sociedad. En La miseria del mundo, usted logró dejar de lado su individualidad para concentrarse en la comprensión, sin dar a entender que sabía más que el resto: un análisis de las condiciones sociales y de la sociedad francesa perfectamente aplicable a otros países. Como escritor, esas crónicas me tientan a utilizarlas como materia prima y me gustaría que existiera un libro así sobre las condiciones sociales de cada país. Lo único que me sorprendió, tal vez, forme parte del campo de la sociología: en este tipo de libros no hay humor. Falta lo cómico del fracaso, lo absurdo se desprende de ciertas confrontaciones.
P.B.: —Usted contó, magníficamente, algunas de estas experiencias que nosotros mencionamos. Pero la persona que recibe estas experiencias directamente de la persona que las vivió se siente un tanto abrumado, agobiado, y la idea de tomar distancia es prácticamente impensable. Por ejemplo, nos sugirieron que excluyéramos del libro una cantidad de relatos porque eran demasiado punzantes, demasiado patéticos, demasiado dolorosos.
G.G: —Cuando mencioné lo "cómico", me refería a que la tragedia y la comedia no se excluyen mutuamente, las fronteras entre ambas fluctúan.
P.B.: —Es absolutamente cierto. En realidad, nuestra intención era poner frente a los ojos de los lectores este carácter absurdo en bruto, sin ningún efecto. Una de las consignas que nos dimos fue la necesidad de evitar hacer literatura. Tal vez le sorprenda lo que voy a decirle, pero existe la tentación, cuando uno está frente a dramas como estos, de escribir bien. La consigna era intentar ser todo lo brutalmente afirmativo que fuera posible, para restituir a estas historias su violencia superlativa, casi insoportable. Por dos motivos: por cuestiones científicas y también literarias. Pero también por cuestiones políticas. Pensábamos que la violencia que actualmente ejerce la política neoliberal implementada en Europa y América latina, y en muchos países, es tan grande que no se puede mensurar a través de análisis puramente conceptuales. La crítica no está a la altura de los efectos que produce esta política.
G.G.: —Usted y yo, los sociólogos y escritores somos hijos de las Luces europeas, de una tradición actualmente cuestionada en todas partes —por lo menos, en Francia y Alemania—, como si el movimiento europeo de la Ilustración hubiera fracasado. El humor es uno de ellos. Cándido, de Voltaire, o Jacques el fatalista, de Diderot, por ejemplo, son libros en los que las condiciones sociales descriptas son igualmente espantosas. Esto no impide que, aún en el dolor y en el fracaso, se imponga la capacidad humana de ser cómico y, en este sentido, victorioso.
P.B.: —Sí, pero este sentimiento que tenemos de haber perdido la tradición de las Luces está vinculado al trastocamiento de la visión del mundo impuesta por el neoliberalismo, hoy dominante. Pienso que la revolución neoliberal es una revolución conservadora —en el sentido que se le daba a una revolución conservadora en la Alemania de los años 30— y una revolución conservadora es algo muy extraño: es una revolución que restaura el pasado y que se presenta como progresista, que transforma la regresión en progreso. Aunque quienes combaten esta regresión tienen el aspecto de ser regresivos. Quienes combaten el terror tienen el aire de ser terroristas. Es algo que usted y yo tenemos en común: rápidamente nos tratan de arcaicos, de atrasados, de dinosaurios. Esa es la gran fuerza de las revoluciones conservadoras, de las restauraciones "progresistas". Incluso lo que usted dice, en mi opinión, tiene que ver con esta idea. Nos dicen: no son graciosos. Pero, convengamos, es una época en la que no hay de qué reírse.
G.G.: —Mi intención no era decir que vivíamos en una época graciosa. La risa infernal, desencadenada por los medios literarios, también es una protesta contra nuestras condiciones sociales. Lo que hoy se vende como neoliberalismo es un retorno a los métodos del liberalismo de Manchester del siglo XIX. En los años 70, en todas partes en Europa, se hizo una tentativa relativamente exitosa de civilizar al capitalismo. Si parto del principio de que el socialismo y el capitalismo son hijos fracasados de las Luces, tenían una cierta función de control recíproco. Incluso el capitalismo estaba sometido a ciertas responsabilidades. En Alemania llamábamos a eso la economía social del mercado y había un consenso, incluso con el partido conservador, de que nunca deberían repetirse las condiciones existentes en la República de Weimar. Este consenso se rompió a comienzos de los años 80. Hasta los pocos capitalistas responsables que quedan hoy llaman a la prudencia, porque se dan cuenta de que sus instrumentos pierden el rumbo, que el sistema neoliberal repite los errores del comunismo creando dogmas, una especie de reivindicación de infalibilidad.
P.B.: —Sí, pero la fuerza de este neoliberalismo es que lo aplican, al menos en Europa, personas que se dicen socialistas. Al mismo tiempo, el intento de adoptar una postura crítica hacia la izquierda de los gobiernos socialdemócratas se volvió extremadamente difícil. En Francia, existió el movimiento de las grandes huelgas de 1995, que movilizaron a la comunidad de los trabajadores, de los empleados y también a los intelectuales. Después hubo toda una serie de movimientos: el movimiento de los desempleados, de los ilegales, etcétera. Hubo una suerte de agitación permanente que obligó a los socialdemócratas en el poder a fingir un discurso socialista. Pero en la práctica, este movimiento crítico sigue siendo muy débil. En mi opinión, uno de los puntos centrales para el plan político es saber cómo imponer, a escala internacional, una posición a la izquierda de los gobiernos socialdemócratas capaz de influir verdaderamente. Me planteo el siguiente interrogante: qué podemos hacer nosotros, los intelectuales, para contribuir a ello. Creo que tenemos una responsabilidad enorme en la constitución de un movimiento de este tipo, porque la fuerza de los dominantes no es sólo económica. También es intelectual. Y es por eso que, en mi opinión, hay que "abrir la boca", para restaurar la utopía. Porque una de las fuerzas de estos gobiernos neoliberales es matar la utopía.
G.G.: —Los partidos socialistas y socialdemócratas creyeron en esta tesis, suponiendo que el colapso del comunismo también iba a eliminar al socialismo y perdieron confianza en el movimiento europeo de los trabajadores que existía desde mucho antes que el comunismo. Nos lamentamos de que la construcción de Europa se realice sólo en el terreno económico, pero hace falta un esfuerzo de los sindicatos para encontrar una forma de acción que trascienda lo nacional. Hay que crear un contrapeso para el neoliberalismo mundial. Pero poco a poco, muchos intelectuales avalan todo y, sin embargo, no se consigue nada, salvo úlceras. Hay que decir las cosas. Es por eso que dudo de que se pueda contar exclusivamente con los intelectuales. Mientras que en Francia, me da la impresión, se habla sin duda "de los intelectuales", mis experiencias alemanas me demuestran que es un malentendido creer que ser intelectual equivale a ser de izquierda. Se pueden encontrar pruebas de lo contrario a lo largo de toda la historia del siglo XX.
P.B.: Para poder combatir el discurso dominante es necesario difundir, hacer público, el discurso crítico. Nos vemos invadidos por el discurso dominante. Los periodistas, en su gran mayoría, suelen ser cómplices, inconscientemente, de este discurso y resulta muy difícil intentar romper esta unanimidad. Ante todo porque, en el caso de Francia, más allá de las personalidades consagradas, muy reconocidas, es difícil acceder al espacio público. Cuando al principio decía que esperaba que usted "abriera la boca" es porque pienso que la gente consagrada es la única que, en un sentido, puede romper el círculo.
*El sociólogo Pierre Bourdieu y el premio Nobel 1999 hablaron sin tapujos sobre el declive de la influencia progresista en los discursos sociales, en una caracterización que hoy parece más vigente que cuando fue pronunciada. Traducción de Claudia Martinez.
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