Los juegos olímpicos: Programa para un análisis*
Pierre Bourdieu
Pierre Bourdieu
¿Qué entendemos exactamente cuando hablamos de juegos olímpicos?1 El referente aparente es la manifestación “real”, es decir, un espectáculo propiamente deportivo, una confrontación entre atletas procedentes de todo el mundo que se lleva a cabo en nombre de unos ideales universalistas, y un ritual, de marcado tono nacional, cuando no nacionalista, con desfile de los equipos de los diversos países y entrega de medallas solemnizadas con banderas e himnos. El referente oculto es el conjunto de las representaciones de este espectáculo que filman y difunden las televisiones de los diferentes países, las cuales realizan una selección nacional de la materia bruta, que se supone indiferenciada nacionalmente (puesto que la competición es internacional), presente en el estadio. Un referente doblemente oculto, puesto que nadie lo ve en su totalidad y nadie ve lo que no ve, ya que cada telespectador puede tener la ilusión de ver el espectáculo olímpico en su verdad.
Dado que cada televisión nacional otorga tanto más espacio a un atleta o una práctica deportiva cuanto más satisfacción pueda dar al orgullo nacional o nacionalista, la representación televisiva, aunque se presente como una mera grabación, transforma la competencia deportiva entre atletas procedentes de todo el mundo en una confrontación entre los campeones (en el sentido de combatientes debidamente delegados) de diferentes naciones.
Para comprender este proceso de transmutación simbólica, habría que analizar en primer lugar la construcción social del espectáculo, de las propias competiciones, así como de todas las manifestaciones que las rodean, por ejemplo, los desfiles de apertura y de clausura. Después, habría que analizar la producción de la imagen televisada de ese espectáculo, que, en tanto que soporte de cuñas publicitarias, se convierte en un producto comercial sometida a la lógica del mercado y, por consiguiente, ha de concebirse de modo que alcance a la audiencia más amplia posible y retenga su atención al mayor tiempo posible; para ello, además de tener que ofrecerse a las horas de mayor audiencia en los países económicamente dominantes, ha de atender a las exigencias de los espectadores y amoldarse a las preferencias de los diferentes públicos nacionales por este o aquel deporte e incluso a las expectativas nacionales o nacionalistas, mediante una selección sagaza de los deportes y las pruebas susceptibles de aportar éxitos a sus ciudadanos y satisfacciones a sus nacionalismos. De lo que resulta, por ejemplo, que el peso relativo de los diferentes deportes en las organizaciones deportivas internacionales tiende a depender cada vez más de su éxito televisivo y de los beneficios económicos subsiguientes. Los constreñimientos de la difusión televisada también influyen cada vez más en la selección de los deportes olímpicos y de los lugares y de los momentos que se les asignan, así como en el propio desarrollo de las pruebas y de las ceremonias. Así, en los Juegos de Seúl los horarios de las finales decisivas de atletismo se establecieron (al cabo de unas negociaciones sancionadas por fabulosas contrapartidas económicas) de forma que coincidieron con las horas de máxima audiencia en los Estados Unidos, al principio de la programación de noche.
Por lo tanto, habría que tomar como objeto el conjunto del campo de producción de los juegos olímpicos en tanto que espectáculo televisado o, mejor aún, en el lenguaje del marketing, en tanto que “utensilio de comunicación”, es decir, el conjunto de las relaciones objetivas entre los agentes y las instituciones comprometidos en la competencia por la producción y la comercialización de las imágenes y los discursos sobre los juegos: el Comité Olímpico Internacional (COI), progresivamente convertido en una gran empresa comercial con un presupuesto anual de veinte millones de dólares, dominado por una redecilla camarilla de las grandes marcas industriales (Adidas, Coca-Cola, etc.,) que controla la venta de los derechos de retransmisión (estimados, para Barcelona, en 633.000 millones de dólares) y de patrocinio, así como la selección de las ciudades olímpicas; las grandes compañías de televisión, sobre todo americanas, que compiten (a escala nacional o de área lingüística) por los derechos de retransmisión; las grandes empresas multinacionales (Coca-Cola, Kodak, Ricoh, Philips, etc.,) que compiten por los derechos mundiales para la asociación en exclusiva de sus productos con los juegos olímpicos (en tanto que “proveedores oficiales” )2 y, por último, los productores de imágenes y de comentarios para la televisión, la radio y la prensa (que fueron diez mil en Barcelona), inmersos en unas relaciones de competencia susceptibles de orientar su trabajo individual y colectivo de construcción de la representación de los juegos, selección, encuadre y montaje de las imágenes, elaboración del comentario. Habría que analizar, finalmente, los diferentes efectos de la intensificación de la competencia entre las naciones que la televisión ha producido a través de la planetarización del espectáculo olímpico, como la aparición de políticas deportivas estatales orientadas hacia los éxitos internacionales, la explotación simbólica y económica de las victorias y la industrialización de la producción deportiva, que implica recurrir al dopaje y a formas autoritarias de entrenamiento.3
De ese mismo modo que, en la producción artística, la actividad directamente visible del artista oculta la acción de todos los agentes, críticos, directores de galería, conservadores de museos, etc., que al competir, y a través de esa misma competencia, contribuyen a producir el significado y el valor de la obra de arte y del artista, que está en la base de todo el juego artístico,4 en el juego deportivo el campeón, velocista de los cien metros lisos o atleta de decatlón, no es más que el sujeto aparente de un espectáculo que en cierto modo se representa dos veces:5 la primera para todo un conjunto de agentes, atletas, entrenadores, médicos, organizadores, jueces, cronometradores, escenógrafos de todo el ceremonial, que contribuyen al buen desarrollo de la competición deportiva en el estadio, y la segunda para todos los que producen la reproducción en imágenes y en discursos de ese espectáculo, las más de las veces sometidos a la presión de la competencia y de todo el sistema de coerciones que les impone la red de relaciones objetivas en las que se hallan inmersos. Sólo a condición de llevar a cabo una investigación y una reflexión, con el objetivo de hacer aflorar a la conciencia los mecanismos que rigen las prácticas de los agentes comprometidos en esta construcción social a dos niveles, podrían asegurarse quienes participan en el acontecimiento global que designamos cuando hablamos de “juegos olímpicos” un dominio colectivo de esos mecanismos, cuyos efectos padece cada uno de ellos, lo cual repercutiría en la acción que ejercen sobre los demás agentes y propiciaría el florecimiento de las potencialidades de universalismo, actualmente en peligro de extinción, que contienen los juegos olímpicos.6
1 Este texto resume una ponencia presentada en la reunión anual de la Sociedad Filosófica para el Estudio del Deporte, celebrada en Berlín el 2 de octubre de 1992.
2 A los patrocinadores les propusieron un “paquete de comunicación completo basado en la exclusiva por categoría de producto y la continuidad del mensaje a los largo de un periodo de cuatro años. El programa para cada uno de los setenta y cinco partidos incluía la publicidad en el estadio, el título del proveedor oficial, el uso de mascotas y emblemas, así como posibilidades de franquicia”. Por 70 millones de francos, cada patrocinador tenía la posibilidad, en 1986, de poseer su parte del “mayor acontecimiento televisado mundial” con una “exposición única, mucho más importante que en cualquier otro deporte”. (Véase V. Simson y A. Jennings, Main Basse sur le JO, París, Flammarion, 1992, p.137.)
3 El deporte de alta competición utiliza cada vez más una tecnología industrial que tiende a transformar el cuerpo humano en una máquina eficaz e inagotable mediante la aportación de diferentes ciencias biológicas y psicológicas. La lógica de la competencia entre los equipos nacionales y los Estado impone cada vez más el recurso a estimulantes prohibidos y a métodos de entrenamiento sospechosos. (Véase J. Hobberman, Mortal Engines, The Science of Performance and the Dehumanization of Sport, Nueva York, The Free Press, 1992.)
4 Véase Pierre Bourdieu, Les règles de l’art, París, Éd. du Seuil, 1992. (Hay traducción al castellano: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995.)
5 Un indicador brutal del peso real de los diferentes actores del showbusiness olímpico son los obsequios entregados por las autoridades coreanas a las diferentes personalidades, cuyo valor iban de 1.100 dólares para los miembros del COI a 110 dólares para los atletas. (Véase V. Simson y A. Jennings, Main basse sur les JO, op. cit., p. 201.)
6 Cabría imaginar, por ejemplo, una “Carta olímpica” que definiera los principios da los que han de obedecer los agentes comprometidos en la producción del espectáculo y en la producción de la representación de este espectáculo (empezando, evidentemente, por los dirigentes del COI, que son los primeros en aprovecharse de las transgresiones de los imperativos de desinterés que supuestamente han de hacer respetar), o un jurado olímpico que comprometiera no sólo a los atletas (prohibiéndoles, por ejemplo, las manifestaciones nacionalistas como la de dar una vuelta de honor envueltos en la bandera nacional), sino también a los que producen y comentan las imágenes de sus hazañas.
Dado que cada televisión nacional otorga tanto más espacio a un atleta o una práctica deportiva cuanto más satisfacción pueda dar al orgullo nacional o nacionalista, la representación televisiva, aunque se presente como una mera grabación, transforma la competencia deportiva entre atletas procedentes de todo el mundo en una confrontación entre los campeones (en el sentido de combatientes debidamente delegados) de diferentes naciones.
Para comprender este proceso de transmutación simbólica, habría que analizar en primer lugar la construcción social del espectáculo, de las propias competiciones, así como de todas las manifestaciones que las rodean, por ejemplo, los desfiles de apertura y de clausura. Después, habría que analizar la producción de la imagen televisada de ese espectáculo, que, en tanto que soporte de cuñas publicitarias, se convierte en un producto comercial sometida a la lógica del mercado y, por consiguiente, ha de concebirse de modo que alcance a la audiencia más amplia posible y retenga su atención al mayor tiempo posible; para ello, además de tener que ofrecerse a las horas de mayor audiencia en los países económicamente dominantes, ha de atender a las exigencias de los espectadores y amoldarse a las preferencias de los diferentes públicos nacionales por este o aquel deporte e incluso a las expectativas nacionales o nacionalistas, mediante una selección sagaza de los deportes y las pruebas susceptibles de aportar éxitos a sus ciudadanos y satisfacciones a sus nacionalismos. De lo que resulta, por ejemplo, que el peso relativo de los diferentes deportes en las organizaciones deportivas internacionales tiende a depender cada vez más de su éxito televisivo y de los beneficios económicos subsiguientes. Los constreñimientos de la difusión televisada también influyen cada vez más en la selección de los deportes olímpicos y de los lugares y de los momentos que se les asignan, así como en el propio desarrollo de las pruebas y de las ceremonias. Así, en los Juegos de Seúl los horarios de las finales decisivas de atletismo se establecieron (al cabo de unas negociaciones sancionadas por fabulosas contrapartidas económicas) de forma que coincidieron con las horas de máxima audiencia en los Estados Unidos, al principio de la programación de noche.
Por lo tanto, habría que tomar como objeto el conjunto del campo de producción de los juegos olímpicos en tanto que espectáculo televisado o, mejor aún, en el lenguaje del marketing, en tanto que “utensilio de comunicación”, es decir, el conjunto de las relaciones objetivas entre los agentes y las instituciones comprometidos en la competencia por la producción y la comercialización de las imágenes y los discursos sobre los juegos: el Comité Olímpico Internacional (COI), progresivamente convertido en una gran empresa comercial con un presupuesto anual de veinte millones de dólares, dominado por una redecilla camarilla de las grandes marcas industriales (Adidas, Coca-Cola, etc.,) que controla la venta de los derechos de retransmisión (estimados, para Barcelona, en 633.000 millones de dólares) y de patrocinio, así como la selección de las ciudades olímpicas; las grandes compañías de televisión, sobre todo americanas, que compiten (a escala nacional o de área lingüística) por los derechos de retransmisión; las grandes empresas multinacionales (Coca-Cola, Kodak, Ricoh, Philips, etc.,) que compiten por los derechos mundiales para la asociación en exclusiva de sus productos con los juegos olímpicos (en tanto que “proveedores oficiales” )2 y, por último, los productores de imágenes y de comentarios para la televisión, la radio y la prensa (que fueron diez mil en Barcelona), inmersos en unas relaciones de competencia susceptibles de orientar su trabajo individual y colectivo de construcción de la representación de los juegos, selección, encuadre y montaje de las imágenes, elaboración del comentario. Habría que analizar, finalmente, los diferentes efectos de la intensificación de la competencia entre las naciones que la televisión ha producido a través de la planetarización del espectáculo olímpico, como la aparición de políticas deportivas estatales orientadas hacia los éxitos internacionales, la explotación simbólica y económica de las victorias y la industrialización de la producción deportiva, que implica recurrir al dopaje y a formas autoritarias de entrenamiento.3
De ese mismo modo que, en la producción artística, la actividad directamente visible del artista oculta la acción de todos los agentes, críticos, directores de galería, conservadores de museos, etc., que al competir, y a través de esa misma competencia, contribuyen a producir el significado y el valor de la obra de arte y del artista, que está en la base de todo el juego artístico,4 en el juego deportivo el campeón, velocista de los cien metros lisos o atleta de decatlón, no es más que el sujeto aparente de un espectáculo que en cierto modo se representa dos veces:5 la primera para todo un conjunto de agentes, atletas, entrenadores, médicos, organizadores, jueces, cronometradores, escenógrafos de todo el ceremonial, que contribuyen al buen desarrollo de la competición deportiva en el estadio, y la segunda para todos los que producen la reproducción en imágenes y en discursos de ese espectáculo, las más de las veces sometidos a la presión de la competencia y de todo el sistema de coerciones que les impone la red de relaciones objetivas en las que se hallan inmersos. Sólo a condición de llevar a cabo una investigación y una reflexión, con el objetivo de hacer aflorar a la conciencia los mecanismos que rigen las prácticas de los agentes comprometidos en esta construcción social a dos niveles, podrían asegurarse quienes participan en el acontecimiento global que designamos cuando hablamos de “juegos olímpicos” un dominio colectivo de esos mecanismos, cuyos efectos padece cada uno de ellos, lo cual repercutiría en la acción que ejercen sobre los demás agentes y propiciaría el florecimiento de las potencialidades de universalismo, actualmente en peligro de extinción, que contienen los juegos olímpicos.6
* Artículo extraído de Bourdieu, Pierre, Sobre la televisión,
tr. Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1997, pp.
119-124.
NOTAStr. Thomas Kauf, Barcelona, Anagrama, 1997, pp.
119-124.
1 Este texto resume una ponencia presentada en la reunión anual de la Sociedad Filosófica para el Estudio del Deporte, celebrada en Berlín el 2 de octubre de 1992.
2 A los patrocinadores les propusieron un “paquete de comunicación completo basado en la exclusiva por categoría de producto y la continuidad del mensaje a los largo de un periodo de cuatro años. El programa para cada uno de los setenta y cinco partidos incluía la publicidad en el estadio, el título del proveedor oficial, el uso de mascotas y emblemas, así como posibilidades de franquicia”. Por 70 millones de francos, cada patrocinador tenía la posibilidad, en 1986, de poseer su parte del “mayor acontecimiento televisado mundial” con una “exposición única, mucho más importante que en cualquier otro deporte”. (Véase V. Simson y A. Jennings, Main Basse sur le JO, París, Flammarion, 1992, p.137.)
3 El deporte de alta competición utiliza cada vez más una tecnología industrial que tiende a transformar el cuerpo humano en una máquina eficaz e inagotable mediante la aportación de diferentes ciencias biológicas y psicológicas. La lógica de la competencia entre los equipos nacionales y los Estado impone cada vez más el recurso a estimulantes prohibidos y a métodos de entrenamiento sospechosos. (Véase J. Hobberman, Mortal Engines, The Science of Performance and the Dehumanization of Sport, Nueva York, The Free Press, 1992.)
4 Véase Pierre Bourdieu, Les règles de l’art, París, Éd. du Seuil, 1992. (Hay traducción al castellano: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995.)
5 Un indicador brutal del peso real de los diferentes actores del showbusiness olímpico son los obsequios entregados por las autoridades coreanas a las diferentes personalidades, cuyo valor iban de 1.100 dólares para los miembros del COI a 110 dólares para los atletas. (Véase V. Simson y A. Jennings, Main basse sur les JO, op. cit., p. 201.)
6 Cabría imaginar, por ejemplo, una “Carta olímpica” que definiera los principios da los que han de obedecer los agentes comprometidos en la producción del espectáculo y en la producción de la representación de este espectáculo (empezando, evidentemente, por los dirigentes del COI, que son los primeros en aprovecharse de las transgresiones de los imperativos de desinterés que supuestamente han de hacer respetar), o un jurado olímpico que comprometiera no sólo a los atletas (prohibiéndoles, por ejemplo, las manifestaciones nacionalistas como la de dar una vuelta de honor envueltos en la bandera nacional), sino también a los que producen y comentan las imágenes de sus hazañas.
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