Al final de una conferencia que realicé, en 1983, ante la Asociación de estudiantes protestantes de París, y donde yo había analizado la lógica de la delegación política y el peligro de monopolización que esta implica, yo concluía así: "La última revolución política, la revolución contra la clericatura política, y contra la usurpación que está inscrita en el estado potencial de la delegación, queda por hacerse". Yo pienso que es una revolución tal la que se produjo, en 1989, en los países del Este, muy especialmente en Polonia, con Solidaridad, pero también en Alemania, con Nuevo Foro, o en Checoslovaquia con la Carta 77. Estas revoluciones, frecuentemente encabezadas por escritores, artistas o sabios, han tomado como blanco la forma por excelencia de la monopolización política, aquella que, armándose de conceptos salidos de la teoría marxista, los hombres de aparato leninistas y stalinistas han realizado. En ello, estas poseen problemas totalmente generales, que yo quisiera tratar de formular explícitamente.
Pienso en efecto que, contrariamente a lo que se sugiere cuando se opone el totalitarismo y la democracia, el régimen soviético no está separado, desde el punto de vista que aquí nos concierne, sino por una diferencia de grado del régimen de partidos que se exalta bajo el nombre de democracia y que él constituye en realidad el límite extremo. El sovietismo ha encontrado en el marxismo los instrumentos conceptuales indispensables para asegurarse el monopolio de la manipulación legítima del discurso y de la acción política (si se permite esta transposición de la fórmula célebre de Weber a propósito de la Iglesia). Yo pienso en invenciones tales como socialismo científico, centralismo democrático, dictadura del proletariado o, last but not least [el último más no el menor], intelectual orgánico, expresión suprema de la hipocresía sacerdotal. Todos estos conceptos, y el programa de acción que ellos definen, están enfocados a asegurar al mandatario monopolizante del poder una doble legitimación científica y democrática.
El cientificismo populista del cual se vale asegura al Partido dos formas de legitimación convergentes: la doctrina marxista como ciencia absoluta del mundo social dá a aquellos que son los guardianes y los garantes estatutarios el poder de situarse en un punto de vista absoluto, que es a la vez el punto de vista de la ciencia y el punto de vista del proletariado. Más que de totalitarismo, palabra que no quiere decir gran cosa, habría que hablar de absolutismo. En efecto, con nociones como aquellas que he enumerado, el Partido se dota de un poder simbólico absoluto, epistemocrático y democrático a la vez: en efecto la reivindicación de la cientificidad y la reivindicación de la representatividad se refuerzan mutuamente para fundar un poder que se ejerce sobre el pueblo real en nombre del proletariado metafísico (como dice Kolakowski). Gracias a la relación de equivalencia perfecta entre el representante y los representados supuestos (de lo cual Robespierre a hecho la afirmación más ingenuamente perentoria: Yo soy el pueblo), el Partido monopolista puede sustituirse pura y simplemente por el pueblo que habla y actúa a través de él. La delegación al Partido es, como en Tomás de Aquino, una alienación: el pueblo aliena su autoridad originalmente soberana al beneficio del Partido plenipotenciario (i.e. dotado de la plena potentia agendi et loquendi) que sabe y hace mejor que el pueblo lo que es bueno para el pueblo. Y el régimen soviético, por une especie de error en escritura sociológica, puede absorber la sociedad civil dentro del Estado, los dominados dentro de los dominantes, realizando, bajo la forma de una dictadura verdadera disfrazada en dictadura del proletariado, el sueño de la burguesía sin proletariado que Marx prestó a la burguesía de su tiempo.
Lo que ha causado la singularidad del sovietismo, es que este ha podido reunir dos principios de legitimación que los regímenes democráticos utilizan también, pero en estado separado, la cientificidad y la representatividad democrática, apoyándose particularmente sobre esa otra invención metafísica que es la idea del proletariado como clase universal. Ha llevado hasta su límite extremo la monopolización del político, la desposesión, pues, de los representantes al beneficio de los representado y dado libre curso a las tendencias que están inscritas en el hecho mismo de la delegación y en la lógica del funcionamiento de los partidos, incluso los más democráticos, o de las burocracias de pretensión científica.
Este análisis introduce a lo que es la especificidad de las recientes revueltas del Este de Europa, menos próximas a la Revolución francesa, a la cual se les ha comparado tanto por el hecho de la coincidencia aniversaria, que a la Reforma, y a la crítica luterana del rol sacramental del sacerdocio o a la voluntad de reducir la Iglesia a una simple congregatio fidelium. En realidad, estas revoluciones se inspiran en una profunda desconfianza con relación a sus invenciones organizacionales heredadas de la Revolución francesa y de las luchas sociales del siglo diecinueve que son los partidos y los sindicatos. Nacidos de una experiencia, particularmente larga y dolorosa en el caso del Este de Europa, de los efectos más extremos del funcionamiento de partidos, de la ley de bronce de las oligarquías, como decía Michels, de la propensión de los mandatarios a hacer pasar los intereses asociados a su posición, delante de los intereses de sus supuestos mandantes, estas resistencias prácticas a la delegación incondicional, la fides implicita que es la dicha de todos los sabios, y particularmente de aquellos que pretenden representar a los más desposeídos, encuentran sus condiciones sociales de posibilidad en la elevación generalizada de la instrucción. Dicho esto, cuando no conducen a una forma, frecuentemente peligrosa políticamente, de apolitismo, los movimientos nacidos de la revuelta contra el monopolio de los políticos son siempre inestables y frágiles, como lo muestra el ejemplo reciente de Alemania del este donde se ha pasado, en muy poco tiempo, de un movimiento altamente refinado de contestación intelectual del monopolio político a las formas más brutales de la política de partidos a la americana. Ello, en parte, porque los movimientos alternativos, tanto en el Oeste como en el Este, no disponen de la teoría que les permitiría comprenderse y organizarse conforme a su vocación profunda.
Yo puedo solamente formular votos por la instauración de una nueva colaboración entre los intelectuales críticos –no solamente del orden social, sino de sí mismos y de todos aquellos que pretenden transformar el orden social- y los movimientos que, en el Este como en el Oeste, quieren cambiar el mundo social y las maneras de pensar y de cambiar el mundo social. (Se podría pensar en una gran convención europea reuniendo, sobre el modelo de Solidaridad, intelectuales y movimientos alternativos, como los Verdes o los ecologistas o los feministas, asociaciones o grupos surgidos de la lucha contra el sovietismo, Neue Forum, Charte 77, etc., con el objetivo de fundar una coordinación europea de estos movimientos y de grupos de trabajo y de reflexión destinados a definir los objetos nuevos de la política y los objetivos y los métodos de una nueva forma de acción política) Es en todo caso a condición de replantear las preguntas más fundamentales de la filosofía política, como la cuestión de la delegación, y de restaurar en toda su dignidad la función utópica que han desempeñado, tanto bien como mal, los grandes filósofos políticos del pasado, que se podrá escapar a la aceptación desencantada del orden establecido a la cual inclina el desmoronamiento de las grandes utopías políticas del pasado sin sucumbir de nuevo a los místicos y a las mistificaciones políticas que los mandatarios políticos no dejaran de proponer para justificar su existencia.
Ha llegado el tiempo de superar la vieja alternativa del utopismo y del sociologismo para proponer utopías sociológicamente fundadas. Para ello, se necesitaría que los especialistas de ciencias sociales consiguieran derribar colectivamente las censuras que se creen en deber de imponerse en nombre de una idea mutilada de la cientificidad. No tengo el tiempo de recordar aquí las razones que hacen que los especialistas de ciencias sociales hayan renunciado a la función han desempeñado, durante siglos, los grandes teóricos políticos, de Brunetto Latini a Rousseau, pasando por Budé, Bodin o Maquiavelo. Pero se sabe que el desarrollo de una sociología científica está vinculado, tanto en Europa como en Estados Unidos, a la emergencia, en el curso del siglo XIX, de problemas llamados sociales y de políticos sociales o socialistas. Vínculo tan evidente que se ha asociado durante largo tiempo –es sin duda el caso aún hoy en día en ciertos medios- sociología y socialismo. Es cierto que las ciencias sociales debían conquistar su autonomía con relación a la política y a los políticos, y, por ello, afirmar su capacidad de imponer sus normas propias de validación y sobre todo definir ellas mismas los problemas que tenían por tratar, problemas propiamente sociológicos –por oposición a sociales o políticos. Este fue, en el caso de Francia, el trabajo de Durkheim, con las famosas Reglas del método sociológico o, más directamente, toda la reflexión sobre las relaciones entre sociología y socialismo. En otro contexto, Max Weber elaboraba el concepto de neutralidad ética o axiológica que se ha convertido en el centro indiscutible de la ideología profesional de los sociólogos.
De hecho, podemos decir, simplificando un poco, que las ciencias sociales han pagado su acceso (por lo demás siempre contestado) al estatuto de ciencias de una formidable renuncia: por una autocensura que constituye una verdadera auto-mutilación, los sociólogos –comenzando por mí, que he denunciado frecuentemente la tentación del profetismo y de la filosofía social- se imponen rehusar, como faltas a la moral científica propias para desacreditar a su autor, todas las tentativas para proponer una representación ideal y global del mundo social. Y todo esto ocurre como si las censuras cada vez más apremiantes de un mundo científico cada vez más preocupado de su autonomía (real o aparente) se impusieran cada vez más rigurosamente a los investigadores que, para merecer el título de sabios, deber sacrificar en si mismos la política, y abandonar al mismo tiempo la función utópica a los menos escrupulosos y a los menos competentes de entre ellos o a los hombres políticos y a los periodistas. Yo creo que nada justifica esta abdicación cientista, que arruina la convicción política, y que el momento ha llegado en que los sabios deben intervenir en la política, con toda su competencia, para imponer utopías fundadas en verdad y en razón.
Compréndase bien, no se trata de restaurar la ambición epistemocrática que ha sido largamente asociada al marxismo y que, con la noción de socialismo científico, ha sido uno de los fundamentos de los regímenes comunistas. Pero, no se trata tampoco de dar razón a aquellos que, tanto en el Este como en el Oeste, se apresuran a lanzar al niño científico y racionalista al agua de baño marxista. Se trata de afirmar la función que ha sido siempre la del intelectual: aquella que consiste en intervenir en el universo político –a la manera de Zola- con la autoridad y la competencia asociadas a la pertenencia al universo autónomo del arte, de la filosofía o de la ciencia. No hay antinomia, como se cree, entre la autonomía y el compromiso, entre la separación y la colaboración, que puede ser conflictiva y crítica. Contra todo lo que sugiere el fantasma del intelectual orgánico, ideología profesional de los productores culturales del aparato, el intelectual auténtico es aquel que está en posibilidad de instaurar una colaboración dentro de la separación: a diferencia de aquellos que deben todo a los aparatos , comprendida, a veces, una pretendida autoridad intelectual (a la manera de Staline interviniendo en materia de lingüística), no debe sino a sí mismo y a sus obras (y no, como ciertos ensayistas, a sus manifestaciones políticas o a sus exhibiciones periodísticas) una autoridad propiamente intelectual y una competencia de la cual él se autoriza para intervenir, como autor, por su cuenta y riesgo, en la política (a la manera de Chomsky o de Sakharov en el período reciente y muchos otros antes de ellos).
Para disipar un último malentendido, debo decir algo que aquellos que conocen mis trabajos sobre el mundo intelectual saben bien: es evidente que el intelectual tiene, como los otros agentes sociales, motivaciones e intereses y que es importante que se ejerza sobre él –en caso de que no sea capaz de ejercerla él mismo- la vigilancia crítica que desarrolla el conocimiento de los mecanismos específicos del mundo intelectual. La República de las Letras, como la República simplemente, es un universo de luchas, donde se enfrentan intereses, donde se ejercen efectos de dominación, y las acciones más puras pueden inspirarse de motivaciones o de determinaciones que no lo son tanto. Es cierto por ejemplo que aquellos que Max Weber clasificaba dentro de la intelligentsia prolétaroïde, es decir, los intelectuales menores, los semi-sabios, han encontrado frecuentemente en la intervención política, en el curso de la historia, la ocasión de una revancha contra aquellos que dominan el mundo intelectual (pienso aquí en los trabajos de Robert Darnton sobre el rol de la inteligencia bohemia en la Revolución francesa o en los trabajos, muy numerosos, que han analizado el rol de los intelectuales menores, verdadera clase peligrosa, en movimientos tan diversos como el nazismo, el stalinismo –en particular con el jdanovismo- o la revolución china). Vemos así que, entre las condiciones de instauración de una verdadera Realpolitik de la Razón, una de las más determinantes es la crítica sociológica de la institución intelectual, intereses ocultos que los agentes políticos, en tanto mandatarios separados de sus mandantes, pueden comprometer en su acción, sin olvidar los intereses de otro tipo que los intelectuales llamados libres, free lance, pueden comprometer también, como se ve hoy en día en Russie, en su crítica de los hombres del aparato. Solo quiero tomar un ejemplo, sacado de la historia, de estos intereses ocultos –a sus propios portadores- que pueden colorear toda una acción política de apariencia altamente generosa. Se sabe que, desde el Renacimiento, numerosos autores han celebrado la vera nobilitas que confiere la virtud o, más ampliamente, la sabiduría y la ciencia. Pero esta denuncia subversiva de la nobleza hereditaria encontraba muy frecuentemente su límite en el hecho de que estos mismo autores (pienso por ejemplo en Lawrence Humphrey, en The Nobles or Of Nobility) observaban que, como por casualidad, las virtudes nuevas brillaban más vivamente entre los nobles que entre la gente común. Ocurre lo mismo hoy en día cuando los detentores de capital cultural omiten sacar las consecuencias del hecho de que las virtudes de inteligencia, que ellos celebran, se encuentran más frecuentemente entre los herederos de familias cultivadas. Este racismo de la inteligencia puede estar en la raíz de numerosas tomas de posición de apariencia generosa en materia cultural y política. Particularmente de la propensión a exigir o a celebrar las virtudes universales olvidando trabajar en universalizar las condiciones económicas y sociales de acceso a lo universal. En una palabra, que será la palabra del final, yo diría solamente que nada debe estar al abrigo de la crítica sociológica, incluso y sobre todo los intelectuales críticos.
Roma, 14 de marzo de 1990
*Préface, en N. Chmatko, G. Tcherednitchenko (tr. Et eds), Sociologie de la politique, Moscou, Socio-Logos, 1993. Traducción: CRISTINA CHÁVEZ MORALES
...LEER MÁS